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El toque. El libro de relatos de amor

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2020
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De repente a ella se le ocurrió la ridícula idea de regresar antes de que fuera demasiado tarde y hasta que no alejaran mucho Las Américas. ¡Al diablo con los cincuenta euros y la arena virgen de color negro! Ella no conocía nada sobre este hombre y no sabía que ese tenía en mente. ¿Y si era un maníaco que atraía ricas idiotas a las montañas, o incluso peor, era un liberal con todos esos gustos perversos y en su mochila divertida que llevaba detrás de sus anchos hombros tenía un látigo con bolas de metal y un juego de esposas de policía?

– Diego, ¿cuánto más? —llamó al compañero, pedaleando con esfuerzo.

Él miró hacia atrás, mostrándole su cara roja empapada y sonrió, señalando con condescendencia hacia un aparcamiento improvisado cerca de la valla.

– He dicho ¿cuánto tiempo más tenemos que arrastrarnos allí? —preguntó ella, mientras echar un vistazo al agujero de púas cubierto de polvo que crecía en las rocas y se asombró de cómo la planta pudo sobrevivir en tales condiciones severas.

Se detuvieron, pero no se bajaron de sus bicicletas.

– Ya estamos cerca, señora —tomó un sorbo de la botella y sin mirar, como si fuera un gesto completamente inconsciente, le ofreció a la mujer esa agua, quizás mezclada con su saliva.

Ella pasó por alto esa falta de tacto. Tal vez no ese comportamiento era habitual para su guía y no había nada malo en ello. Sin embargo, su ex-marido, por supuesto, nunca se comportaría así. Era un hombre muy educado y aristocrático, todo el pedigrí de sangre azul, e incluso cuando ella pidió el divorcio y ellos discutían la cuestión de dividir los bienes, él le dejó el derecho de elegir primera.

“Después de todo, que ese español presuntuoso piense que soy feminista” —decidió, tomando el agua con avidez.

Además, tenía muchas ganas de beber y ella no dejó ninguna posibilidad para nadie más. Diego sonrió. Estaban en un espacio abierto con vistas al océano y el viento allí era particularmente furioso. Involuntariamente ambos echaron un vistazo a la costa sinuosa. Era el momento de marea baja, la onda se había alejado mucho de la orilla y en algún lugar desde el horizonte estaba regresando una nueva onda grande… La mujer de repente imaginó que alguien ya se estaba volando sin miedo en una tabla bajo las gaviotas en el cielo.

– Sí, para los surfistas es un paraíso —dijo Diego al notar su mirada indignada y sonrió—. ¡Pero no se preocupe, señora!” En el lugar a donde nos dirigimos le esperan solo las ondas y nada más.

De nuevo se pusieron en marcha y sin que ella lo notara se adentraron en las montañas por un camino estrecho sin pavimentar. Diego, como siempre, se veía infatigable. A ella también la subida no le parecía difícil y cuando salieron de la carretera ruidosa, incluso tuvo tiempo para disfrutar del canto de los pájaros del bosque y estaba mirando con curiosidad los árboles que crecían densamente a lo largo del sendero, comparándolos con los castaños franceses. Pero luego, cuando el ascenso empezó a requerir muchos esfuerzos y ellos tuvieron que bajarse de la bicicleta y subir a pie, pisoteando la hierba degradada, ella volvió a sentir aquella emoción revanchista e intentó cortar el camino por los senderos secundarios. Pero de esa manera solo hizo su propia vida más problemática, mientras que el guía no miraba para atrás y no la daba la mano en los tramos difíciles. No estaba acostumbrada a ese tipo de esfuerzo y por eso le empezaron a doler los músculos de los pies y la espalda, y ella de nuevo recordó a Jules. En tales momentos la llevaba en sus brazos.

– Diego, ¿tienes novia? —de repente preguntó ella por alguna razón.

– Sí, señora. Vivimos en la casa de sus padres aquí cerca.

– ¿Y a qué se dedica?

– Está estudiando, como todos.

La conversación no fue bien y ella prefirió no preguntar más a su guía ningunas cosas personales. Parecía que el sol llegó al cenit, pero sus rayos apenas penetraban entre las copas densas de los árboles. El camino se volvió cada vez más bifurcado, incluso a veces se dividía en tres, pero el guía elegía la vía sin duda alguna, solo una vez tuvieron que volver a la intersección anterior y girar a la izquierda hacia el descenso. En esta oscuridad misteriosa ella de repente pensó que ellos se habían desviado completamente.

– Me parece que la bici que me han dado es completamente desgastada. Cruje como un lecho de los recién casados.

– Y a mí me gusta la mía —se rio Diego, montó su bicicleta enseguida y se dirigió a la deriva bastante plana y artificialmente hecha de piedra.

– ¿Quizás cambiemos? —ella le insinuó explícitamente.

– ¡Qué va, señora! Este es de cinco velocidades y me temo que usted no pueda manejarlo en las curvas. Soy responsable por usted.

Por un lado allí realmente había un precipicio peligroso con una valla baja, tan baja que equivalía a una parodia, y por el otro lado se elevaba una pared rocosa alta y escarpada y las ramas de los árboles que arrastraban por la piedra les tocaban las cabezas, así que incluso tenían que agacharse. Apareció una señal de advertencia, ese decía que no se podía continuar en coche, pero de verdad solo un idiota para se arriesgaría pasar por allí incluso en moto. Ya no pedaleaban, solo reducían la velocidad. A lo largo de la pendiente las ruedas se giraban sin su ayuda, el sonido de las olas se hacía más claro y el viento que llegaba por parte del océano soplaba más fuerte. Luego alcanzaron la parte saliente de la montaña y vieron unas cabañas abandonadas hechas de piedra y cuevas excavadas en la arenisca. Como se podía juzgar por los trapos colgados en las cuerdas extendidas y la presencia de las bolsas de basura, allí vivía gente vivía. Sorprendida, ella miró a Diego.

– Los apartamentos más lujosos de la isla, señora —se rio—. El océano aquí está cerca del peñón, salgas de la cabaña y puedes respirar profundamente… Pero la playa a la que dirigimos nosotros está un poco más lejos. ¡Está detrás de aquella roca!

Ella miró la cadena negra rocosa que estaba en su camino hacia el lugar deseada y suspiró profundamente. Ya no tenía fuerzas para nada y luego estaba esta arena en la que ataban mientras iban hacia las cuevas.

A la entrada de una de las cuevas estaba sentada de rodillas una pequeña niña de piel negra, ella jugaba en la arena con su muñeca. A su lado había un árbol navideño artificial decorado no con juguetes u oropeles, sino con fotos y recortes de revistas con imágenes de perros de diferentes razas. Todo eso se movía y susurraba en el vientre, como si quisiera atraer la atención, y la mujer incluso le preguntó a Diego en voz baja:

– No sabía que este es el año del perro.

– No, no —él sonrió—. Es que la niña sueña con tener perro.

La chica también sonrió, mostrando sus encías desdentadas. Diego la saludó con cariño y la pidió en español que llamara a algún adulto para que ese cuidara las bicicletas. Ella asintió y siguió jugando con su muñeca. Los ciclistas desmontaron de las bicicletas. Para alcanzar la playa tendrían que escalar tras las piedras negras. Diego chasqueó los dedos, mostrando a su cazadora por silenciosa que necesitaban agradecerle un poco a la chica, y ella encontró en los bolsillos de los pantalones cortos unos cuantos billetes arrugados.

– No te darán cambio —notó Diego cuando ella entregó el dinero a la chica.

La niña inmediatamente dejó de jugar, cogió el dinero y corrió adentro de la cueva. Pronto salió un flaco hombre blanco de pelo largo, estaba vestido de ropas rotas. Él levantó la mano en un gesto amistoso y Diego también le respondió con la mano. Ellos se intercambiaron unas frases sobre el tiempo.

– ¿Cómo se ganan la vida? —preguntó ella al guía un poco más tarde.

– Se puede comprar hierba aquí.

– ¿Les conoce bien? ¿El hombre es su padre?

– Pues no, no muy bien. Pero es una isla pequeña, señora. Cada uno conoce a todos—, evadió contestar otras preguntas.

Ella miró con curiosidad a su alrededor, explorando la vida de las personas que vivían allí. Su atención atrajo la mesa con libros que estaba hecha a mano y colocada al aire libre. Los libros eran viejos, con páginas grasosas. Ella se detuvo y hojeó unas de ellas.

– Como puede ver, también venden libros, sobre todo para veganos y en inglés —sonrió Diego.

Bajaron un poco más cuando vieron que la chica estaba siguiéndolos y se detenía cuando se detenían ellos.

– Es casi de edad escolar —dijo la mujer.

– No hay ningún problema con eso —respondió Diego—. Mi sobrino también va a la escuela este año. Aceptan a todos, incluso los niños migrantes. No hacen diferencias.

– ¿De dónde aquí llegan todos estos migrantes?

– Estamos cerca de África. Cuando hace mal tiempo cerca de la costa a menudo aparecen balsas y barcos marruecos. Para ellos somos una especie de punto de tránsito en el camino hacia otros países europeos.

Antes de continuar el camino a su playa quieta los viajeros decidieron mojarse los pies en el océano frente a las cuevas. Allí había una franja costera de cien metros como máximo con palmeras raras creciendo en ella. La arena volcánica sucia se esparcía en las manos como pólvora. La marea aún no había terminado y en el banco de arena descubierto vieron a dos jóvenes hippie en largos vestidos sueltos que estaban recogiendo y embolsando la basura. Toda la basura, colillas, botellas de plástico y vidrio, restos de los fuegos artificiales de Año Nuevo se quedó en el agua después de haber sido arrojados por unos cruceros y luego las olas de la marea anterior tiraron todo eso hacia la costa.

En la misma seguida que las muchachas vieron a Diego, se echaron a correr hacia él para besarle unas cuantas veces, no prestaron ninguna atención a su compañera confusa, como si no les sorprendía su presencia.

“Tal vez traiga allí las mujeres frecuentemente” —sugirió, sintiendo lo que era estar celosa, mientras que ellas estaban charlando entre sí.

Ella estaba atenta a sus palabras, pero no pudo entender su español fluido, se quitó el calzado y pasó mucho tiempo caminando sobre la arena húmeda con cierta sensación de incomodidad. Las muchachas seguían hablando y riendo, mirándola de reojo. “Qué bueno es su pecho "—fue lo único que ella oyó tras el silbido del viento y eso la hizo enfadar aún más. Decidió actuar por si misma y sin esperar a Diego se dirigió a las piedras negras, sola y toda desafiante.

– ¿Qué se cree este chico insolente? —se dijo a sí misma, buscando un paso cómodo entre las piedras…

Dentro de un rato ya estaban acostados en la playa uno cerca del otro y conversaban, compartiendo sus impresiones.

La playa quieta les parecía un cuento de hadas que merecieron por superar el camino largo y agotador, era un lugar maravilloso, bello y desierto, nadie y nada les molestaba, excepto las ráfagas de viento, pero aún ellos eran delicados y les atacaban de manera tan cuidada como si pidieran permiso.

– Es un lugar donde se quiere quedarse para siempre, mirando al océano en espera de una gran ola a llegar —confesó, sacando el paquete de los cigarrillos Esse y el encendedor.

Diego no fumaba, pero esa vez cogió el cigarrillo ofrecido.

“Muerte dolorosa” —ella pensativamente leyó la inscripción aterradora que había en el paquete de cigarrillos. Solía ver todo eso con gran escepticismo, porque la cantidad de los fumadores a su alrededor no se reducía y la hacía pensar que tales eran no más que una parte de un truco de marketing de las tabacaleras. “Dame el con ceguera… ¿Y hay cáncer de garganta?” —hacía bromas con los vendedores y ellos, teniendo como orientación todas esas fotos terribles, rápidamente encontraban lo que necesitaba. Pero en aquel momento en la playa la inscripción hecha en grandes letras gritonas le hizo pensar involuntariamente en que la vida era finita y que a cualquiera criatura, incluso la más feliz del mundo, le esperaba su final…
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