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Al filo del dinero

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Bajé la vista, me tomé el té y salí de ahí, rápido. El reconocimiento honesto de mi despido ya me estaba alcanzando. En algún momento se lo diré, pero no hoy. Primero tengo que intentar realizar mi nueva idea. Coloqué el laptop en el maletín, también los CD y llamé al taxi.

En vez de al trabajo, fui al lugar donde el día anterior habían robado el cajero automático. Me acerqué al «McDonald́s» cercano. Ahí podría conectarme a internet y estar horas sentado, si quería. En uno de los discos encontré lo que estaba buscando, la base de datos de mis exalumnos de la Casa de la Juventud. Además del apellido, en el disco estaban sus direcciones electrónicas, teléfonos, fotografías y la lista de sus tareas hechas. En particular, la misma base de datos era un ejemplo de un trabajo exitoso hecho por los alumnos.

En una de las fotografías vi los mismos ojos negros del día anterior y enseguida lo reconocí: Fedor Volkov. Entonces tenía quince años, ahora tiene veinticinco y, en la mirada, la misma ambición juvenil y la auto convicción vulnerable.

Coloqué sobre la mesa el billete, medio quemado, de mil rublos que había hallado en los arbustos, lo fotografié y envié la imagen a la dirección electrónica de Volkov. Claro que el muchacho podía no haber utilizado ese correo hacía tiempo, pero el encuentro con el exprofesor lo haría recordar.

Y efectivamente, la respuesta llegó rápido.

«Gracias. Me salvó»

«Tenemos que vernos. Te espero», respondí yo.

«Donde está usted?»

«Adivina».

Esto era una prueba para la perspicacia general y el nivel de

comprensión computacional. En la fotografía del billete caía un borde de la bandeja del «McDonald’s» y por la dirección IP se podía saber en cual zona estaba.

No pasó una hora para que, a la mesa donde yo estaba, se sentara Fedor Volkov. Uno a otro nos estudiamos con atención. Fedor estaba cauteloso, su visión periférica trabajaba más de lo usual y sus manos las mantenía en los bolsillos de la chaqueta contra viento.

– Un poco ruidoso aquí, ah? – observó.

Le advertí:

– Con el rabo del oído escuché que la policía busca a un tipo en chaqueta gris contra viento. —

Volkov se quitó la chaqueta y se sentó sobre ella. Se quedó en franela. En su muñeca derecha tenía un tatuaje colorido.

«Quien se puya para divertirse, tiene VIH», pensé con tristeza. No me sorprendería que se fume su hierba y sea indiscriminado con las chicas. Si alguien preguntara: ¿quién de los dos tiene el virus?, todos apuntarían al chamo. Pero, desgraciadamente, una vida familiar juiciosa no es garantía contra una insidiosa enfermedad.

La mirada desconfiada de mi exalumno se suavizó un poco.

– Yo estoy muy agradecido con usted, Yury Andreevich. —

– Llámame Doctor. —

– Ah, ¿tenemos un plan? Entonces yo soy Zorro. —

– Pero tu apellido hace pensar otra cosa[3 - – El apellido Volkov viene de la palabra Volk, que significa lobo, en ruso.]. —

– Usted tampoco se parece a un doctor. —

Ambos sonreímos. Era mi primera sonrisa desde el momento de la llamada nocturna desde el hospital.

– Bueno, Zorro, cuéntame ¿Qué hiciste después de la escuela? – le pregunté.

– Usted, por casualidad, ¿no trabaja para la policía? El tipo de uniforme lo llamaba por su nombre. —

– Es mi hermano. El es policía. —

– Hermano? – Zorro se levantó. – Yo, como que me voy.

– Siéntate! – Lo detuve. – Entiende esto: a él yo no lo voy a ayudar. Ahora, yo solo trabajo para mí mismo. —

Zorro digirió rápidamente lo escuchado, se relajó y me tendió la mano:

– Colegas. – Después del apretón de mano, volteó su cabeza hacia el mostrador: – Ya que estamos aquí, voy a comer algo. —

Me acerqué a él y le advertí:

– Pero que no se te ocurra pagar con los billetes quemados. – los ojos de Zorro mostraron sorpresa. Le expliqué: – Todos los puntos comerciales están alertados. —

Zorro volvió a la mesa con un café y una hamburguesa. Comió un poco y comenzó a relatar:

– Yo ingresé en la universidad tecnológica en la especialidad de seguridad informática. Hice dos cursos, pero después me aburrí. Para que perder tiempo si el diploma lo puedes comprar. —

– Y lo compraste? —

– La impresión es perfecta, no puedes diferenciarlo de uno verdadero. Pero trabajar… – Zorro hizo una mueca. – Eso, de estar en una oficina desde la mañana hasta la tarde en una oficina, no es para mí. —

– Y ahora destripas cajeros automáticos? —

– Esa es la última diversión que tengo. —

– Y es provechosa? —

– Depende. Ayer agarré cuatro kilogramos. La explosión fue ruidosa y mientras recogía el dinero, los Apóstoles se pintaron. La policía llegó rápido y tuve que esconderme ahí cerca. —

– Los Apóstoles? – Recordé la conversación de Gromov por teléfono: – ¿Los gemelos Noskov en la furgoneta blanca, el flaco y el gordo? —

– Pedro y Pablo. En la escuela se burlaban de ellos, y a mí se me ocurrió ponerles los Apóstoles. Desde aquel tiempo somos amigos y me respetan. Ayer ellos arrastraron a la policía tras ellos. —

– Fue pensado así? —

– No, fue casualidad, pero afortunado. —

– Tú eres sortario. – Yo bajé la voz para que no nos escucharan: – Pero cuatro kilos de billetes quemados no te ayudarán. Caerás cuando los saques. —

– Los cambio de nuevo en cajeros. Y gracias otra vez. —

– No resulta. El cajero automático no acepta un billete dañado, el tamaño ya no coincide. —

En los ojos de Zorro apareció la sospecha de nuevo:

– ¿Doctor, para que me llamó? ¿No será para hacerme un tratamiento psicológico? —
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