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Al filo del dinero

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2020
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– Epa, idealista, despiértate! Piensa: ¿con que estamos trabajando? ¿Débitos-créditos? Esos se manejan fácilmente. Nosotros no somos el Banco Central en quien todo el mundo confía. Radkevich escogió otro nicho para el negocio.

– Tomar el dinero y hacernos los locos? —

– Hasta ahí no hemos llegado. Nuestro banco presta servicios de un tipo particular. —

– Cuales? —

– En dos palabras: el dinero ilegal hay que lavarlo, los funcionarios corruptos tienen que cobrar los sobornos y ponerlos en cuentas off shore. ¿Hay una necesidad? Habrá una sugerencia. —

– Cobrar y esconder. —

– Por fin se comprendió. —

Me sentí insultado:

– Hace meses trabajo en programas con obstáculos para ladronzuelos, y ahora esto… —

– Pero que te pasa? – Oleg empezó a disgustarse. – No eres el mismo de antes. —

– Algo sucedió. —

– Que? —

Yo no quería hablar de mi hija. Para una persona ajena era solo una información curiosa, pero para mí era un dolor constante.

– Esto sucedió! – Golpeé, con la palma de la mano, la página impresa.

Con aspecto sombrío, Golikov me miró fijamente, como si me viera por primera vez. Desafiante, le respondí su pregunta silenciosa:

– Que? ¿No te gusto? —

– Olvídalo. —

Oleg tomó de debajo de mi mano la hoja de papel con los números de cuenta, volvió a su mesa y, concentrado, mordió su manzana. Inclusive su espalda expresaba desdén. Tiró el pedazo de manzana como si fuera una colilla de cigarrillo y salió de la oficina.

«Va a chismear», – pensé, indiferente.

Pasados veinte minutos, yo me reí de mi perspicacidad: me llamaron desde donde Radkevich.

El camino a la oficina del director no tomaba mucho tiempo. Solo subir un piso.

– Ah, eres tú, Yury. Entra. – El propietario del banco me saludo particularmente amistoso.

Radkevich no me propuso sentarme, él mismo salió de detrás de su mesa para recibirme. Él es un poco mayor que yo. Yo sabía que su primera fortuna la había hecho traficando alcohol clandestino. Ese negocio riesgoso templó su carácter, le dio seguridad, pero le destrozó sus nervios. Estos últimos años Boris Mikhailovich Radkevich se había concentrado en el negocio bancario, menos ganancioso, pero respetable y cómodo. Ahora él podía apartar mucho tiempo para su pasión principal: los caballos de raza. Decían que él tiene unas caballerizas en alguna parte fuera de la ciudad. La expresión de la cara del banquero cambiaba levemente, dependiendo de las situaciones. Estaba acostumbrado a dar órdenes a sus subordinados y expresar un respeto reservado a los más fuertes de su mundo.

Viendo al presidente, me convencí una vez más, de a quién quiere parecerse Golikov. Trajes, zapatos, reloj, automóvil de marca. Solo que los de Radkevich si eran de verdad, y se actualizaban más frecuentemente.

En las paredes de la amplia oficina había colgadas, fotografías de caballos. Fotografías de estilo, en blanco y negro, impresas en tela.

– Bellos animales. – Radkevich se detuvo al lado de uno de los cuadros. – A los caballos los aman y los valoran, les crean condiciones tales, que lo pueden envidiar muchos animales de dos patas. —

Radkevich se sonrió de su chiste sardónico, pasó su mirada a mi persona y se ensombreció.

– Pero todo semental, inclusive el más costoso y espléndido, tiene su dueño. Y este decide cual va a montarse y cual va a tirar de una carreta. —

– Yo no supe que responder. El presidente hizo una pausa y entonces señaló al siguiente cuadro:

– Mira que trío tan expresivo. Animales mágicos. Se siente la potencia, la velocidad, parecen que fueran una unidad. Y mira esta pequeña cosa al lado del ojo. Es una gríngola. Es una cosa muy útil, el caballo solo ve hacia adelante y no se distrae hacia los lados. Si uno necesita doblar, el jinete le indica la dirección con un golpe de fuete. ¿Tú comprendes a que me refiero?

Yo ya había entendido, sin embargo, respondí:

– A mí me gustan más los caballos de fuerza bajo el capot. —

La mirada de Radkevich se congeló.

– Tú eres un buen especialista, Yury. Te valoro y te creo buenas condiciones. ¿No es así? —

Me sentí obligado a asentir. Fue él quien había autorizado mis créditos para la nueva casa y el auto. Y no era ofensivo con el salario.

Radkevich sonrió y me dio unas palmadas en el hombro.

– Te voy a dar un consejo. Dedícate a lo tuyo y no mires para los lados. Radkevich sacó de su bolsillo la página que yo había impreso con las tablas de las cantidades dudosas y, expresivamente, la rompió en pedacitos. – Nos estamos entendiendo? —

Otra vez asentí.

– Una cosa más. – Radkevich decidió regañarme. – Ponte una camisa limpia en la mañana. Eso mejora tu ánimo y el de los que te rodean.

Que fácil es dar consejos. Si esta receta funcionara me cambiaría la camisa cada hora.

3

Temprano en la noche llegué a mi casa y me sentía como un escolar culpable de haber sido reprobado en un examen y sin decirle a los padres. Me movía torpemente, evitaba la mirada directa de mi esposa y simulaba estar cansado. Después del desorden que había el día anterior en la casa, la sala y la cocina resplandecían del arreglo hecho. Katya trabajó excelentemente con las cajas y la envidié: tenía algo a que dedicarse.

– Por fin llegaste. ¿Por qué tardaste tanto? – me encontró en la cocina y estaba preocupada. Se secó las manos, apartó un mechón de cabellos de su frente y le bajó el volumen al televisor con el control remoto. – Y Yulia está críptica. La he llamado varias veces y ella me envía mensajes. —

– Que escribe? – pregunté y mi voz falsa me asustó.

Pero Katya no me oyó. Con una mano tomó el teléfono de la mesa y los dedos de la otra se movieron, negligentemente, hacia la estufa.

– Yo ya cené. Tú, sírvete lo que quieras. —

Ella marcó el número de teléfono de nuestra hija, se tensó por la espera y en su frente lisa apareció una arruga de preocupación. Inesperadamente, junto con los timbres de respuesta en su teléfono, ella oyó los repiques en el bolsillo de mis pantalones. Su ceja derecha se movió hacia arriba y su mirada interrogante se clavó en mi rostro avergonzado.

¡Mira que idiota! Como se me pudo olvidar quitarle el sonido. Ya no podía hacer nada, bajé la cabeza y puse el celular blanco en la mesa, el cual le habíamos regalado a Yulia hacía poco en su cumpleaños.

Hubo que confesar:

– Yulia no puede hablar. Fui yo quien te escribía. —
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