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Al filo del dinero

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– Pero coño! ¿Por qué yo? ¿Que hice? – Puse las dos manos en mi cabeza. – Sin tiempo para nada. ¿Cuánto me queda? —

– Usted no está enfermo todavía, solo tiene el virus en la sangre. —

– Pero el SIDA no se cura. —

– No entre en pánico. Usted no tiene SIDA. —

– No comprendo. Usted me estaba hablando del VIH. —

– Entienda una cosa sencilla. – El doctor se puso pedagogo. – A usted se le detectó un virus, el cual, su organismo todavía controla. El SIDA es el estado final del desarrollo de la infección VIH. Él no aparece rápido. Eso depende de muchos factores. Le voy a dar un folleto. Ahí está explicado de manera muy sencilla. —

Tomé el folleto y leí el título: «Con el VIH se puede vivir», pero ahí enseguida, lo doblé y lo guardé. A pesar del título tranquilizante, me asustó.

– Por ahora no me haré el análisis de sangre de comprobación y no le diga a Katya, por favor. —

– Por ley, esa información es estrictamente confidencial. No tengo derecho de comunicarle a nadie su status de VIH infectado: ni a su esposa, ni a sus familiares, ni a amigos, ni a colegas. Usted es quien tiene que actuar en ese sentido. —

Recordé las palabras de Guelashvili en el primer encuentro: un paso a un lado y te caes. Yo sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. Yazgo en el abismo.

– Bueno… – De repente tenía al cirujano a mi lado. Me sacudió por los hombros e hizo detener el mareo que yo sentía. – Tómese este par de tabletas. —

– Que, ¿ya comenzamos? —

– Tómeselas tranquilo. – El médico lleno un vaso con agua y me dio las dos píldoras. – Este schock es normal. Usted todavía se está forzando. Tome un par de días libres en el trabajo. —

– Pero entonces, todos sabrán que me pasa algo. —

– Ok. Continúe a trabajar. Viva como si no pasara nada. Si siente sensación de pánico, respire como le dije. —

– Es todo? —

– Por ahora sí. Eso funciona. —

El médico se puso a hablar caminando por el corredor: de la batería de exámenes, de los análisis complementarios, de la escogencia de medicinas, mientras yo contaba las inhalaciones y exhalaciones: uno-dos, uno-dos… Algo no me permitía pasar de dos. Hasta mis queridos números me abandonaban.

4

La enfermera trajo a una decaída Katya a la oficina. Yo me apuré a abrazar a mi mujer que sollozaba, solo para que ella no notara el miedo en mis ojos. Pero Katya estaba extremadamente deprimida y solo pensaba en la hija. Con esperanza ella miraba al médico y este la tranquilizaba prometiéndole hacer todo lo posible. Guelashvili mencionó algo sobre la curación en Alemania y le dijo que ya había discutido los detalles conmigo. Con mi mejor rostro, yo asentí hacia Katya, mostrando con la mirada, que todo estaría en orden. Ella creyó, no en mis gestos infantiles, sino en su intuición maternal.

Yo llevé a Katya al auto y me puse al volante. Cuando íbamos al hospital, de antemano yo sabía que ella no podía conducir, pero yo no podía suponer que yo mismo estaba cerca de un schock.

– Pero que fue? ¿Por qué? – De vez en cuando Katya se decía a sí misma. – Como vamos a vivir ahora? —

Esas mismas preguntas me atormentaban, pero si mi esposa pensaba exclusivamente en su hija, yo me las dirigía a mí mismo.

– La van a curar, conseguiré el dinero, – murmuré, pero me di cuenta que poco convincentes sonaron mis palabras.

– Yo daría todo, con tal de que Yulia… – Katya se cortó y se puso a llorar.

A mí también se me salían las lágrimas, pero pude contenerme. Inhalar-exhalar. Uno-dos.

Dejé a mi esposa en casa y me fui al trabajo. Entrando al banco, me sentí encogido. Me pareció que todos me miraban de manera distinta y que, a propósito, se apartaban como de un leproso. ¿Será posible que ya tenga escrito en el rostro que estoy mortalmente enfermo?

– Grisov, te ves mal, – Oleg Golikov confirmó la sospecha. – Ayer llegaste primero que todos, hoy estás retrasado. ¿Alguna vez miras el reloj?

Sin esperar respuesta, ironizó:

– La gente feliz no mira el reloj. ¡Ataja! —

Oleg me lanzó la manzana cotidiana, pero yo, oprimido por esos pensamientos horrorosos, no reaccioné en absoluto. La manzana golpeó el teclado, hizo iluminarse el monitor y rodó por el suelo. Y cada golpe haría aparecer, a los dos días, una marca fea en la superficie del bello fruto, lo cual sería el comienzo del daño en la fruta. Eso trajo asociaciones horribles a mi mente y yo ya me veía con daños en mi organismo.

– Un asunto malo, – Golikov comentó sombríamente y clavó su mirada en el monitor. Viendo que yo continuaba postrado, involuntariamente murmuró: – Si, tenemos un problema. —

Yo no me movía, y entonces Golikov subió la voz:

– ¿Me estás escuchando, Yury Andreevich? —

– Que pasa? – reaccioné.

– Hay que chequear la interfase de los cajeros automáticos, temprano hubo una falla incomprensible, – respondió Oleg y volteándose no quiso explicar más.

Yo entré en la red interna del banco, leí los correos, vi los códigos de errores y traté de concentrarme en el trabajo. Sin embargo, mi mente estaba completamente llena de preguntas desagradables. ¿Cuándo me contagié? Y, ¿de quién? ¿Cuánto tiempo me quedaba de vida? Y de repente me entró una esperanza: ¿y si otro examen daba negativo? Dios mío, que esté sano. Me pondría a rezar, aunque nunca lo he hecho.

Si ese estado de ánimo se ponía insoportable, me concentraba en la respiración. Este método me ayudaba a apartar la inquietud. A quitarme mis propios terrores, meterme en el trabajo. Mis dedos comenzaron a recorrer el teclado, conseguía cliquear en los comandos. Pero la frágil tranquilidad enseguida se rompía por la preocupación por la hija. Su curación va a ser larga, y se va a necesitar mucho dinero, el cual solo puedo conseguir yo. Y, si de repente, mi enfermedad se desarrolla rápidamente y me tumba el SIDA. ¿Qué pasará con Yulia, con Katya y con nuestro hijo no nacido todavía?

Inesperadamente alguien me tocó el hombro. Yo volteé y vi el rostro estupefacto de Oleg. Tocó con su dedo mi monitor en los sobrecitos rojos intermitentes de las comunicaciones urgentes.

– ¿Qué te pasa Grisov? ¿Tú no lees los correos internos? El flujo de quejas colapsó el servicio de atención al cliente. Se bloquearon todos nuestros cajeros automáticos. ¡Todos! —

– Justamente me estoy dando cuenta de eso. – Vi el programa abierto y me sorprendió. Yo había cambiado algunas instrucciones en el programa, las había corregido, pero no recordaba, exactamente, que era.

– Mira, ¡lee! Nuestros colectores no pueden recoger los recibos, las tarjetas de acceso no funcionan. —

– Las tarjetas de acceso, – repetí como un eco y abrí la gaveta del escritorio para buscar la tarjeta plástica especial con la cual se puede recoger y testear todos los sistemas de los cajeros automáticos.

– Déjame ver. – Golikov me separó del monitor y comenzó a cliquear el teclado. Aquí está el error. Tú sobrecargaste el programa y ahí empezaron los fallos. ¿Qué cambios le hiciste? —

– Yo? Creo que ninguno. —

Yo, inútil, le daba vueltas en mis manos a la tarjeta plástica.

– ¿Crees? ¡Mira! De tú computadora salió el cambio. —

– No me acuerdo. – Dije sinceramente.

– Pero lo sabes. – Oleg sacudió la cabeza en desaprobación.

En mi mesa repicaba el teléfono de servicio. El indicador mostraba el número «1» lo que quería decir que llamaba el propio dueño del banco. Sentí náuseas. Ya tenía varias horas poniéndole atención a mi organismo en busca de alguna reacción hipocondríaca y mi organismo respondió a la espera provocadora. De mi estómago venía el vómito y salí corriendo al baño.
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