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Sabor al amor prohibido. Crónicas del Siglo de Oro

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– Bueno, Marisol, cuéntanos tu vida en el monasterio, – le solicitaban los huéspedes a la chica, disfrutando de la comida.

Pero la chica no tenía mucho que contar. Una disciplina severa, madrugones, oraciones, clases, tareas de casa, exámenes, comida escasa, monjas duras que la habían castigado por cualquier desliz. Así que la señorita sentía un gran alivio al saber que todo esto había terminado, y por fin podía disfrutar de una vida libre en la casa de su madre.

Sin embargo comentó que tenía ganas de cantar en un coro de iglesia. Era amante de la música, sabía tocar el laúd y ya había cantado en el coro del monasterio durante su tiempo de estudios.

Doña Encarnación consintió. Estaba muy alegre y se sentía orgullosa por su hija. Marisol había finalizado con éxito sus estudios y había sido una estudiante muy dócil y aplicada.

Su madre les quería dar una buena educación y enseñanza a todos sus hijos, y en aquel momento estaba muy feliz por los éxitos de sus hijos mayores, Roberto, caballero de Su Majestad, y Marisol, su hija preferida.

Capítulo 2

Al cabo de unos días Marisol decidió visitar a su amiga con quien había compartido sus estudios en el monasterio de las carmelitas. Elena Rodríguez Guanatosig – así se llamaba su amiga – vivía cerca, en la calle Flores, en una casa pequeña. La madre de Elena murió despuès del parto, y la chica fue educada por su abuela, doña Luisa, y sus tías, hermanas solteras de su padre, este era un funcionario en el Ayuntamiento, que trabajaba en los asuntos de administración de la ciudad.

Su familia no era rica. Elena era la hija menor y tenía dos hermanos mayores. Uno de ellos hacía unos años se había marchado a las colonias, buscando aventuras, y el otro, Enrique, estaba en el servicio militar en el Sur de España, donde aún estaban arreglando todos los asuntos legales después de la expulsión de los musulmanes.

– ¡Te he echado de menos, Marisol! – exclamó Elena, al ver a su amiga en su casa. – ¿Seguiremos siendo amigas, como antes, no?

– Por supuesto, querida Elena – contestó Marisol – yo también te extrañaba, ya que hemos pasado juntas todos estos años en el monasterio. Mi madre y mi abuela no me dejan salir de la casa, dicen que no está bien que una señorita salga sola, ¿vamos a pasear juntas?

– De acuerdo, amiga, pero ¿que piensas hacer?

– Mi mamá quiere que yo me vaya a nuestra hacienda en el Sur, ¿no quieres acompañarme?

– ¡Con mucho gusto iré, pero si me dejan mis familiares! A propósito, allí está en el servicio militar mi hermano Enrique, ¡tal vez, podamos encontrarle!

Los chicos pidieron permiso a la abuela de Elena para que les dejara pasear por la ciudad, pero doña Luisa mandó que salieran en el coche, bajo la vigilancia del cochero. Las chicas se acomodaron en los asientos y los caballos echaron a galopar por el pavimento adoquinado de la ciudad.

En aquella época Madrid aún no era la capital de España y parecía una ordinaria ciudad de provincias, sin embargo la corte real no estaba lejos. Allí, en la ciudad de Toledo, estaba en el servicio militar el hermano mayor de Marisol, que era un caballero de Su Majestad el Rey.

Por ser menor de edad el sucesor al trono, Carlos I, nieto de Isabel y Fernando, pareja estelar, ya fallecida, el estado estaba gobernado por un regente.

Sin embargo aunque la ciudad no era la capital, las muchachas se alegraban paseando en el coche por sus calles, despuès de muchos años de encierro en el monasterio. Los cascos de los caballos trotaban por el pavimento arrastrando el coche. Los ciudadanos de a pie y caballeros, sobre todo los jóvenes, no dejaban de prestarles atención a las señoritas. Las amigas iban alborotando y riéndose con regocijo, mientras el cochero intentaba regañarlas explicándoles que no era decente para las chicas jóvenes portarse así.

– ¡Vaya! Por aquí, igual que en el monasterio, no hay ninguna libertad – se lamentó Elena.

– Bueno, amiga, nos vamos al Sur, a nuestra finca, ¡creo que allí no nos van a sobreproteger de la misma manera que en Madrid! – se rió Marisol.

Pronto se encontraron en una de las plazas de la ciudad, donde se realizaban ejecuciones, y Elena contó que hacía unos días por aquí habían sido quemados herejes.

– ¿Quienes son los herejes? – le preguntó Marisol.

– No lo sé exactamente, mi abuela dice que estas personas no reconocen la Escritura Sagrada y se oponen al Papa.

– ¿Acaso es un motivo para quemar a la gente? – se sorprendió Marisol.

En respuesta Elena solo se encogió de hombros.

Se acercaron al lugar. En la plaza estaban preparando leñas para un nuevo fuego.

– Mañana volveràn a quemar a alguien – advirtió Elena.

Marisol se sintió mal.

– Vámonos de aquí lo más pronto posible – le dijo al cochero.

El humor fue estropeado, y en el alma de la chica se quedó un regusto amargo.

– Se me quitaron las ganas de pasear – le dijo a su amiga.

Al cabo de unos días las impresiones hoscas producidas por el paseo, se desvanecieron, y las dos amigas, acompañadas por la abuela de Marisol, doña María Isabel, dejaron Madrid dirigiéndose al sur del país, a Andalucía, en donde se encontraba un gran latifundio, que era patrimonio de la familia de la Fuente. El dominio se encontraba cerca de Córdoba.

La finca fue donada a los antepasados de doña Encarnación por el rey, aún en el siglo XIII, después de la expulsión de los musulmanes desde Córdoba. Los nuevos dueños durante casi dos siglos, con mucho afán, habían estado acondicionando el dominio, previa residencia mauritana que había pertenecido a un consejero del emir de Córdoba.

El padre de Marisol pasaba mucho tiempo en la finca de su esposa, reconstruyendo lo que era una casa antigua, pero no pudo terminar el trabajo, al fallecer de impróviso por causa del agravamiento de una enfermedad.

Ya empezó el verano. Tras la semana, después de un viaje fatigoso por la tierra de Castilla y Andalucía, pedregosa y quemada por el sol, las viajeras llegaron por fin al lugar de destino, y ante su vista apareció una casa grande y silenciosa de estilo mauritano.

La finca se encontraba en la provincia de Córdoba, a una hora de viaje de la ciudad. El muro exterior de la casa era casi ciego, según la costumbre oriental, sólo había ventanillas encima de la puerta; pero detrás de la casa había un patio prolongado por un gran jardín, también rodeado por una muralla de piedra.

En el patio se encontraba una fuente hermosa, alrededor de ella crecían granados y flores. En el jardín también había otras fuentes y glorietas, y además allí había una alberca, donde los habitantes de la casa podían bañarse en los días calurosos del verano.

En ausencia de los dueños, la casa estaba bajo la vigilancia de un administrador Don José, y su esposa. También había un jardinero, Don Eusebio. A cargo de ellos estaban los campesinos que trabajaban en la finca cuidando las plantas, cítricos, granados y viñas, cosechando las frutas que se mandaban al mercado, abasteciendo así una renta complementaria para la familia Echevería de la Fuente.

Las chicas parloteaban y alborotaban con regocijo recorriendo la casa, mientras la abuela María Isabel intentaba persuadirlas; en cambio el administrador estaba muy contento ya que en la monotonía aburrida de su vida irrumpieron estas dos muchachas tan jóvenes, alegres y encantadoras, así que con mucho gusto les enseñó la casa y el jardín.

Las chicas cansadas y fatigadas por el calor, enseguida se dirigieron a la alberca para bañarse, a pesar del disgusto de Doña María Isabel.

Después de la comida muy abundante, era de costumbre hacer la siesta y las chicas se alejaron a sus dormitorios para descansar. Por la tarde el administrador prometió llevarlas a Córdoba para enseñarles la ciudad.

Después de que todos los recién llegados durmieran bien y tomaran té fresco con menta, las chicas comenzaron a escoger vestidos para la salida a la ciudad; se reían con regocijo, probándoselos y mostrando una a otra sus ropajes, mientras Doña María Isabel las vigilaba y no las dejaba vestirse muy llamativamente.

– Nada ganáis con pareceros a las mujeres de vida ligera, – les dijo con seriedad, – recordad que procedéis de los abolengos nobles y tenéis que portaros con dignidad.

Al fin Marisol eligió un vestido gris que le iba bien y Elena uno de color rosa claro; completaron su vestuario con sombreros elegantes y se sentaron en el coche, enganchado por un par de caballos. Su abuela durante unos minutos dio indicaciones a Don José López, para que no dejara escapar a las chicas del coche y observara que se portaran bien, sin que atrajeran miradas de personas curiosas. El coche se puso en marcha.

Los caballos estaban galopando alegremente por la estrada, y al cabo de una hora se habían acercado ya a Córdoba. Las chicas se quedaron fascinadas por una imagen imponente del legado musulmán. Un muro ciego encerraba la ciudad, pero en aquel momento las puertas estaban abiertas. Todos los enemigos de España ya habían sido derrotados, y tan sólo unos pocos bandoleros errantes amenazaban a la cuidad.

Grandes torres de guardia se alzaban a los lados de la puerta maciza de la ciudad. Córdoba estaba cubierta de jardines, que se habían iniciado justo detrás de sus callejuelas estrechas, a donde daban las fachadas ciegas de las casas. Los ciudadanos decidieron introducir una variedad en estos muros tristones, y para adornarlos colgaban en los frentes de sus casas macetas de hermosas flores.

Era un aspecto hermoso, sin embargo el coche no pudo entrar estas calles estrechas, y aunque las chicas quisieron salir para mirar a corta distancia la esplendidez de las flores, don José fue inflexible.

El coche prosiguió al centro de la ciudad donde se encontraba el Alcázar, que fue previamente residencia del emir, pero en aquel momento en el edificio se había instalado el Tribunal Supremo de la Iglesia o sea La Inquisición. Cerca estaba también la Mezquita que había sido remodelada y reconvertida en una Catedral cristiana.

Entraron en la Plaza Mayor, Don José detalladamente relataba a las chicas historias y anécdotas sobre los musulmanes, previos habitantes de la ciudad, y de las tradiciones y hábitos de los ciudadanos modernos.

Al pasar por el centro de la ciudad se dirigieron al muelle del río Guadalquivir, donde se veían ruinas de un antiguo puente romano. Allí paseaba mucha gente, y Don José dejó a las chicas salir del coche y caminar un poco. Las amigas aprovecharon esa oportunidad con mucha alegría, mientras su guardián mantenía los ojos puestos en ellas.

Por el muelle aparatoso deambulaba mucha gente, aunque la mayoría de ellos no parecían ser de abolengos nobles. Cerca se encontraban jineteando con sus caballos, unos caballeros de Su Majestad. Las chicas no apartaron los ojos de los muchachos arrogantes, y de improviso, un joven del grupo de caballeros, al verlas, exclamó:
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