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Sabor al amor prohibido. Crónicas del Siglo de Oro

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Con estas palabras se montó de un salto en su caballo gris y desapareció.

Volvió a casa donde le esperaban todos los miembros de la familia. Casi nadie había dormido esa noche; al verlo sombrío y preocupado, todos comprendieron que había pasado algo imprevisto. Roberto relató a sus familiares lo que había sucedido en el encinar.

– — Todo ocurrió tan rápido que ni siquiera tuvo tiempo para prevenir su caída – dijo muy bajo – Dios es testigo, no le hice daño. No es mi culpa. Os di la palabra y la cumplí. No sé por qué el Señor lo dispuso así. Hoy mismo me vuelvo a Toledo – añadió el hijo mayor de Doña Encarnación, alejándose a su habitación.

Marisol, Doña Encarnación y otros familiares se quedaron muy desolados. Nadie esperaba tal viraje del asunto. Todos estaban seguros que nadie sería víctima del duelo y todo terminaría con la reconciliación de las partes.

– ¡Qué pena! – dijo Doña Encarnación suspirando dolorosamente – ¡pobre Enrique! ojalá se recupere!. Hay que visitar a los Rodríguez para preguntar por su salud. Debemos rezar por él.

Marisol también estaba muy triste, e Isabel y Jorge miraban a las dos, perplejos y asustados.

Entre tanto Roberto se marchó a Toledo, y por la tarde Doña Encarnación decidió ir a la casa de Rodríguez para llegar a saber de Enrique y proponer una ayuda, pero ni siquiera la dejaran atravesar los umbrales. Allí estaban seguros que Roberto no había cumplido su promesa y Enrique se había quedado herido por su culpa.

– Han llegado malos tiempos, hijos míos – dijo Doña Encarnación al volver a casa – sólo nos queda orar para que no le pase nada a este muchacho y se recupere, si no, hay que esperar lo peor.

Todos permanecían callados.

– Es mejor que nos vayamos de la ciudad hasta que se arregle todo – dijo la madre a sus hijos – voy a disponer que preparen el coche y el equipaje para mañana.

Poco a poco todos los habitantes de la casa se fueron a sus habitaciones, y en la casa reinó un silencio siniestro; hasta los menores no salían.

Al quedarse sola Marisol se echó a su cama y se puso a llorar para relajarse de la tensión nerviosa que había sufrido. Todo lo sucedido en los últimos días le pareció una pesadilla.

Luego, de súbito, sintió que ya no tenía lágrimas.

– ¡Pobre Enrique! – dijo ella – ¡ojalá que quede vivo!

Se acercó a la imagen de la Virgen María en el rincón de su habitación y se persignó, “protégeme por favor, Santísima Madre de Dios – pronunció mentalmente – quita mi dolor, aclara mi mente y dime que hago”.

Se sentó en la silla de al lado de la ventana y descorrió las cortinas macizas de color beige; estaba oscureciendo y no había nadie en la calle, como si se hubieran muerto todos los habitantes.

– ¿Qué será de mi, de todos nosotros? – se preguntó a sí misma – cuando lleguemos a nuestra finca, tengo que confesarme.

De repente un pensamiento entró en su cabeza. Ante su mirada interior surgió la imagen del cantante joven de quien se había separado hacía unos años. Una revelación inesperada la afectó como un rayo, ¡Enrique no fue predestinado para ella, no es su prometido!, y aquel joven, quien entonces se había apoderado de su corazón, era precisamente él!

Marisol volvió a llorar, pues se preguntaba: ¿para qué había tenido ganas de vengar a Enrique, para qué tenía celos de él?.. “¿Por qué intentaba coger lo que no fue predestinado para mi? – pensó la chica – a lo mejor, El Señor lo había apartado de mí, y de verdad no lo quería y no quiero, sino que simplemente intentaba aprovecharle para olvidar a otro hombre”.

– ¿Por qué resultó herido si Roberto se había negado a vengarle y sólo quería observar las reglas de urbanidad?.. Y ahora, no se sabe que pasará, si se recuperará o no. De todos modos, nuestras familias han llegado a ser enemigos, ¡qué pena! – seguía afligiéndose.

Marisol se sintió muy culpable por todo lo sucedido. “Y esta pobre chica, su novia, ¿cómo estará?.. seguro que también sufre – recordó a Laura y se puso mal – y si yo estuviera en su lugar?”

Luego se acordó de cómo había coqueteado en el baile con José María y sintió frío; en efecto ¡simplemente lo había utilizado para vengar a Enrique!; así que la chica, poco a poco, llegó a la débil conclusión de que no se olvidaría de este hombre así como así, era algo que sospechaba.

Por otra parte el muchacho a quien ella amaba, ¡tampoco estaba predestinado para ella, sino para Dios!; esta idea la traspasó el corazón a Marisol como una flecha, de manera que volvió a llorar.

– Oh Señor, ¿por qué? ¿para qué tengo que soportar todo eso? ¿cómo lo puedo solucionar? – se interrogaba la chica, levantando los ojos hacia el cielo, hacia el icono de la Virgen María, pero no oía ninguna voz, ni había ninguna repercusión dentro de su alma. Sólo se le aparecía la imagen del cantante joven, que desde el coro de la iglesia volvía a ofrecérsele ante sus ojos, y le pareció a la chica que le estaba sonriendo.

Marisol secó las lágrimas, sacó un gran bolso y se puso a recoger sus cosas para el viaje a Andalucía.

Capítulo 11

Por la mañana del día siguiente toda la familia, menos Roberto que ejercía su servicio en la corte, estaba a punto de marcharse de la casa para ir a su finca familiar en Andalucía. El equipaje ya había sido preparado y el coche estaba esperando cerca de la entrada principal. La dueña de la casa estaba dando las últimas disposiciones a los sirvientes que se quedaban para atender la casa, y a Roberto que venía de Toledo los fines de semana.

Era una mañana gris, estaba nublado, parecía que iba a llover. Por la madrugada Doña Encarnación había mandado a un sirviente a la casa de los Rodríguez, para preguntar por el estado de Enrique, y aquel volvió con la noticia, que el menor del señor Rodríguez había vuelto en si y estaba mejorando.

Doña Encarnación se persignó y comunicó la noticia a sus hijos. Todos recobraron el ánimo; “Gracias, Santísima Virgen María – mentalmente rezó Marisol – ojalá Enrique se recupere pronto”.

Todos los viajeros, con dos sirvientes a quienes llevaban consigo, ya estaban subiéndose al coche, cuando de repente enfrente de la casa apareció un jinete de traje azul. El hombre se desmontó del caballo, y Marisol y Doña Encarnación, con disgusto, vieron que era José María.

Entonces la chica sintió frío adentro, y Doña Encarnación le preguntó con voz alto, turbada y preocupada por el motivo de su visita tan repentina e inesperada.

– He venido para ver a Marisol y preguntarla cuando me dará una respuesta – contestó el hombre con arrogancia. Doña Encarnación agitó las manos, moviendo la cabeza.

– Ahora no es tiempo para esto, Jose María – le dijo la señora. – Todos hemos sufrido una gran conmoción, sobre todo María Soledad, por eso nos vamos a Andalucía, a nuestra finca familiar. Todos necesitamos descansar y tranquilizarnos.

– ¿Por qué no puedo acompañarles? – insistía su pariente.

– No hace falta que lo hagas – le contestó Doña Encarnación – este camino está siendo muy bien vigilado, no tienes que preocuparte por nosotros.

Jose María preguntó entonces cuando volverían a Madrid.

– En otoño – contestó la señora al instante – Bueno, ya es hora de irnos, adiós Jose María, déjanos, atiende tus propios asuntos, seguro que te quedan muchos pendientes para realizar.

Todos se acomodaron en el coche y los caballos se pusieron en marcha trotando por el pavimento de la ciudad.

Jose María les siguió con una mirada endurecida y adusta durante unos minutos, luego se montó de un salto en su caballo y desapareció.

– Ya te dije, hija mía, que no te dejará en paz así como así – pronunció Doña Encarnación con preocupación en su voz, cuando ya se habían alejado una poca distancia – En vacío coqueteaste con este hombre en el baile, no parece una buena persona. No sabemos además que tiene adentro, en su mente.

Marisol sólo suspiró; sin embargo pronto salieron fuera de la ciudad y nuevas impresiones del viaje, eclipsaron todas esas sensaciones negativas producidas por el encuentro con aquel hombre.

Al cabo de una semana los viajeros llegaron a su finca, su dominio, cerca de Córdoba. Era pleno verano, y en el gran jardín todo florecía y perfumaba con intensa fragancia el ambiente. En el follaje de los árboles, alegremente cantaban las aves y hacía bastante calor.

Tras llegar, Marisol e Isabel, con mucho gusto, muchas ganas y alegría, se cambiaron de ropa quitándose sus trajes de viaje y poniéndose vestidos ligeros, y enseguida se precipitaron a la alberca. Jorge Miguel siguió a sus hermanas.

Doña Encarnación miraba a sus hijos batiendo en el agua con regocijo, riéndose y rociándose unos a otros con nubes de salpicones.

– Ay mamá, ¡qué bien se está aquí! – exclamaba Marisol – ¡nunca más quiero volver a nuestra lúgubre casa de Madrid! ¡me gustaría quedarme por aquí para siempre!

– A mi también me gusta mucho nuestra finca – apoyaba con sus palabras Isabel – ¿por qué no nos trasladamos para vivir aquí?

– Eso es imposible, mis niñas – les contestó doña Encarnación con un suspiro – allí en Madrid, tenemos obligaciones. Somos personas nobles y tenemos que frecuentar la sociedad. Por aquí apenas encontraréis a muchachos decentes con quienes podríais casaros!

– Pero es que Córdoba también es una gran ciudad! ¡y en donde vive tanta gente! – exclamó Isabel.

Doña Encarnación no se puso a discutir, “que las chicas disfruten de nuestro hermoso jardín, respirando el aire fresco y bañándose en la alberca. De todos modos, más tarde, seguramente tendrán ganas de volver a Madrid”, – pensaba, tranquilizándose la mujer a sí misma.

Tras bañarse a satisfacción y después de cambiarse de ropa, todos los hijos de Doña Encarnación con gran apetito comieron los deliciosos platos que había preparado para ellos la cocinera, Doña María, y después se alejaron a sus dormitorios para descansar. Pasadas unas horas, cuando ya empezaba a atardecer, las hermanas pidieron permiso a su madre para que las dejara pasear por el jardín. Doña Encarnación sabía que no les pasaría nada ya que el jardín por todos lados estaba rodeado por la alta muralla de piedra, así que por eso las dejó pasear libres a voluntad.
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