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Sabor al amor prohibido. Crónicas del Siglo de Oro

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2018
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– ¡Este canalla maltrató a mi hermana! ¡la engañó y la hizo sufrir! ¿cómo pudo tratarla de esta manera, como si fuera una sirviente? – gritaba Roberto, caminando muy rápido por el salón de aquí para allá – ¡se lo haré pagar todo! ¡todas las lágrimas de mi querida hermana! – exclamó arrancando su espada.

Doña Encarnación y Marisol se levantaron bruscamente de sus sitios y se acercaron corriendo al muchacho, intentando calmar la tempestad de sus sentimientos.

– Tranquilízate, querido hermano, – le decía Marisol, – este hombre no vale lo suficiente como para ir con venganzas hacia él. Todo pasará, yo ya comprendo que no es una pareja adecuada para mí.

– ¿Cómo que no vale? ¡insultó a toda nuestra familia!. No puedo dejarlo así, o ¡no soy un caballero de Su Majestad! ¡tiene que responder por todo!

– ¿Qué piensas hacer, Roberto? – le preguntó Doña Encarnación muy alarmada. Marisol también parecía perpleja.

– ¡Ahora mismo me voy a su casa para desafiarle!, hablaremos como dos hombres!, me lo tiene que aclarar todo!

Las dos mujeres se pusieron a persuadirlo para que no lo hiciera, pero Roberto parecía implacable. Se liberó de sus manos, cogió su capa y salió corriendo de la casa.

– ¡Oh, Dios! y ahora ¿qué será? – le preguntó la chica a su madre, muy pasmada y sobresaltada.

Doña Encarnación suspiraba dolorosamente.

– Lamentablemente, no lo podremos retener – dijo con tristeza – soy yo quien tiene la culpa, no debí contárselo. Ahora habrá un escándalo, ya sabes, para Roberto la cuestión de honor está por encima de todo.

Entre tanto, Roberto montado en su caballo corría a todo correr hacia la casa de los Rodríguez. Como vivían cerca, al cabo de unos minutos ya estaba allí, se desmontó a la entrada y llamó a la puerta.

El portero le abrió y al reconocerlo, inclinó su cabeza con respetuosidad y le hizo pasar.

Roberto prosiguió a la sala donde se encontraban sólo, el dueño de la casa, Don Luis, y la abuela de Elena y Enrique. Al ver al huésped a esa hora en su casa, los dos se pusieron de pie ante lo inesperado.

– ¡Mis respetos, señores! – les saludó Roberto con reverencia – He venido para ver a Enrique, tengo que conversar con él, ¿está en casa?

El muchacho intentaba mantener la calma, pero su aspecto agitado y enfurecido les provocó un desagradable escalofrío a los dueños de la casa. Entre tanto al oír el ruido, entró en la sala el mismo Enrique, y seguidamente apareció Elena. Todos miraban con gran asombro al huésped inesperado.

– Buenas noches, señor Echevería, – le contestó Don Luis, muy alarmado, – pero ¿qué es lo que pasa, a que debemos su visita a esta hora?

– He venido por ti, – dijo Roberto dirigiéndose directamente a Enrique, – salgamos para hablar como dos caballeros de Su Majestad.

Enrique sin contestar nada, cogió su capa y siguió a Roberto. Los demás presentes los miraban con ansiedad, y los dos muchachos salieron a la calle.

Enrique conjeturaba el motivo por el que había venido el hermano de Marisol, pero guardaba silencio.

La calle estaba tranquila, parecía que sólo las estrellas en el cielo nocturno los observaban a los dos.

– Te hago el desafío – empezó a decir Roberto directamente, sin rodeos, mirando directamente a los ojos del joven – creo que sabes cuál es la razón. Prometiste casarte con mi hermana, pero la engañaste; esto es un insulto para mi abolengo, que se lavará sólo con la sangre.

Enrique se puso pálido y alterado, su respiración y corazón se aceleró. Roberto era uno de los mejores tiradores de espada en el país y uno de los caballeros de Su Majestad más fieles. Batirse con él significaba condenarse a si mismo a una muerte verdadera.

– Era simplemente un enamoramiento que pasó pronto – masculló el muchacho.

– Supongamos que así fue – le contestó Roberto – pero nadie te tiraba de la lengua. ¿Para qué le diste una promesa a mi hermana si no estabas seguro de que pudieras cumplirla?. La palabra de un caballero es ley. Marisol te creyó y te estaba esperando todos estos años, sin embargo ni siquiera moviste un dedo para explicarle todo o pedirla perdón. Te portaste como un cobarde.

Enrique se quedó callado, no tenía nada que responder.

– Mañana a las seis en punto te espero cerca del encinar en las afueras de la ciudad; espero que te portes como un caballero y no rechaces el desafío, sino, deshonestarás a toda tu familia y todo el mundo va a saberlo.

Enrique no le contestó nada, sólo bajó su cabeza.

Roberto, entonces, sin añadir nada más, se montó de un salto en su caballo y partió fuera alejándose a toda prisa.

Capítulo 10

A Roberto le dieron ganas de cabalgar un poco, y por eso se fue al campo a pesar de que ya era de noche. Al encontrarse fuera de la ciudad, soltó a su caballo y le dejó trotar y correr a rienda suelta. El muchacho necesitaba dejar salir toda su rabia y así calmarse.

Al cabo de una hora, después de haber jineteado a satisfacción, volvió a casa. A pesar de que ya era plena noche parecía que nadie dormía. Estaban encendidas las velas y al entrar al salón vio a su madre, a Marisol y a Elena que le estaban esperando, y al verle las tres se levantaron bruscamente.

– ¡Roberto por favor, perdona a mi hermano, te lo ruego! – exclamó Elena, poniéndose ante sus plantas – sé que se portó muy indignamente, pero ¡aún es tan joven!. Está claro que no quedará vivo tras este desafío, pues todos saben que eres uno de los mejores caballeros de Su Majestad; no hay nadie que use la espada igual que tú. Voy a persuadir a Enrique para que le pida perdón a Marisol. Tu hermana dice que ya lo ha perdonado; por favor, niégate al desafío, te lo ruego! – y Elena se puso a sollozar.

Marisol y Doña Encarnación, a su vez, le pidieron también a que renunciara al duelo.

Roberto se quedó perplejo.

– Cancelar el duelo no es decente para los caballeros de Su Majestad. Bueno, les prometo que no le causaré daño, tan sólo le espantaré un poco, aunque no me cueste nada ganarlo, no le haré nada, se lo prometo. Doy mi palabra de caballero, ¡pero que no deje de pedir perdón a mi hermana! – y con estas palabras el muchacho se retiró del salón.

Todos los presentes suspiraron con alivio, pues Roberto nunca decía palabras vanamente y siempre cumplía sus promesas.

Elena se despidió con reverencia y se apresuró para llegar a su casa lo más rápidamente posible, para calmar a sus familiares.

***

Al día siguiente por la mañana, en el encinar que se encontraba cerca de la puerta de la ciudad, Roberto Echevería de la Fuente se encontró en el duelo con Enrique Rodríguez Guanatosig, llevando consigo a otros dos caballeros como padrinos.

Los duelistas eligieron para el combate una hectárea en donde resaltaban desde el terreno unas grandes piedras.

El sol recién amanecido, se levantó sobre los árboles, en los que entre sus ramas cantaban las aves sonoramente, y el aire fresco sacudía las caras de los duelistas. Los muchachos se quitaron su armadura de caballeros, dejando tan sólo las camisas sobre sí mismos.

Cruzaron las espadas y se inició el duelo. Roberto de un golpe tomó la iniciativa y al cabo de unos minutos hizo entrar a su adversario en los márgenes de la hectárea.

Luego todo se desarrolló muy rápido. Enrique subió de un salto a una de las piedras, para lograr que a una pequeña altura, pudiera parar el golpe de Roberto, pero no pudo tenerse en pie y se cayó, dándose un golpe en su cabeza contra otra piedra.

Al ver que su adversario no se levantaba, Roberto se le acercó corriendo, y descubrió que estaba inconsciente con una herida sangrante en la cabeza. Las gotas de sangre caían sobre la hierba.

Roberto se inclinó sobre el muchacho que no revelaba señales de vida. Los padrinos también se acercaron hacia ellos.

– Está respirando – dijo Roberto – hay que llevarlo a casa ¡ojalá se recupere!

Uno de los padrinos sacó un pañuelo, y frotando un poco quitó la sangre de la cabeza de Enrique.

– Quédate por aquí, con él – dijo Roberto a un hombre, y tú – se dirigió al otro – vete a su casa a por el coche.

Después volvió su cabeza a su adversario herido que permanecía sin conciencia.

– Perdóname, Enrique, Dios que lo ve todo, sabe que no quería hacerte daño.
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