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Una esquirla en la cabeza

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Hacía algunos años el extraordinario general Mamay había sido derrotado por el príncipe ruso Dmitriy en alguna parte lejos, en la helada Rusia. El desacreditado Mamay volvió con su deshonra a la Horda, pero el despiadado y ambicioso Tokhtamysh, apoyado por el todopoderoso Tamerlán de Samarkanda, lo arruinó y exilió a Crimea. Los comandantes medios de los ejércitos tribales, ahora, no sabían a quién subordinarse.

De cualquier discordia salía, como ola de espuma sucia, una gentuza perversa y vil, preparada para arrebatar lo ajeno. Los caminos cercanos a Sarai se hicieron intranquilos y peligrosos. Los bandidos podían, de día, cobrar peaje, y de noche, robar y asesinar a los paseantes.

En aquel tiempo, Hassim y sus pertenencias fueron salvados, varias veces, por el guardia mayor de la caravana, el valiente Shaken. Este era un un sirviente entregado y fiel, quien con los años se convirtió en un amigo y sabio asesor.

Por añadidura a estas dificultades, llegó al poder, en el kanato de Bukhara, el cojo y cruel emir Tamerlán. El destruyó totalmente Urgench, la ciudad natal de Hassim, la cual no quiso someterse. Mucha gente inocente fue decapitada, todos los comerciantes locales fueron robados y asesinados y a los obreros y artesanos el emir les ordenó mudarse a Samarkanda, donde Timur estableció su capital.

Hassim, en ese momento, perdió casi toda su condición y de no haber sido por el escondite secreto que él había construido en la estepa hacía varios años, temiendo por los bandidos de toda calaña y donde había escondido los dirhames de oro y todas sus cosas de valor, no hubiera podido levantarse de nuevo.

De todas maneras, a pesar del riesgo y del continuo transitar de caravanas, el infatigable Hassim no conseguía su buena condición anterior. Los mejores contratos ahora lo conseguían los comerciantes de Samarkanda. Estos se hicieron muy fuertes y a Hassim y sus mercancías le prohibieron la entrada a la nueva capital de Asia Central. A él solo le quedó intentar, como siempre, seguir comerciando con la Horda de Oro.

Pero la Horda de Oro ya no era lo que fue cuando estaba el poderoso impostor Mamay. El Kan Tokhtamysh que tomó el poder en Sarai, dos años después de la vergonzosa derrota de Mamay, se vengó de los príncipes rusos que no quisieron pagarle gratificación. A fuego y espada atravesó su tierra y le prendió fuego a la ciudad rusa más importante: Moscú. Eso le dio gloria, pero no le sumó poder.

Hassim se dio cuenta de que en el kanato no todo estaba tranquilo. Muchos querían ocupar el lugar de Tokhtamysh y urdían intrigas secretas. Pero el mayor peligro para Tokhtamysh era el cruel Tamerlán quién ya había tomado mucho poder y, en los últimos años, había conquistado toda el Asia Central y la India.

La victoria sobre los rusos hizo subir los humos a la cabeza de Tokhtamysh e imprudentemente usurpó territorios de Tamerlán. El Emir cojo, quién en su tiempo, apoyó a Tokhtamysh en su lucha por el trono de Sarai, no podía perdonar esa osadía y, ahora todos, esperaban una guerra dura entre el Gran Kan y el poderoso Emir. Muchos comerciantes trataron de rodear la Horda, previendo, con anticipación, su caída.

El año anterior Hassim había llevado consigo en su caravana, a su hijo mayor Rustam. El muchacho ya había cumplido 17 años, y ya era tiempo de que el joven se dedicara a los asuntos de negocios. En Sarai, adonde llegaron con mercancías desde Damasco, Hassim fue llamado, inesperadamente, por el mismo Tokhtamysh.

Hassim no conocía personalmente al nuevo Kan, y que esperar del encuentro, no sabía. En cualquier momento, el poderoso Kan podía elevar a un simple comerciante, pero también podía destruirlo.

Esperando una reverencia acentuada, Tokhtamysh se dirigió al comerciante: -Hassim, yo sé que tú has trabajado muy bien para mis antecesores. En particular ayudaste mucho a Mamay. —

Ante todo, Hassim siempre trabajó para sí mismo, y ahora trató de entender rápidamente que esperar de esa introducción capciosa. De todos era conocido qué habiendo tomado el poder, Tokhtamysh había destruido, sin piedad ninguna, al debilitado Mamay. Y había asesinado a sus más fieles allegados. ¿Sería que ahora había decidido encargarse de Hassim? Aunque el nuevo Kan pudo hacer eso mucho antes. No, ahora se trataba de otra cosa, decidió el experimentado comerciante y en vez de responder se inclinó delicadamente.

– Mamay fue mi enemigo. – Dijo Tokhtamysh pensativo y mirando los enormes anillos en sus dedos vulgares. – Pero eso ya es pasado. Él también se preocupó por el bienestar de la Horda e inspiró miedo en nuestros vasallos. —

– Ilustre Kan, yo solo soy un pequeño comerciante. Si el Gran Señor necesita una mercancía, yo trataré de conseguírsela en el menor plazo. – evasivamente respondió Hassim.

– Hay mercancías y mercancías, Hassim. – El Kan lanzó una mirada aguda al rostro inclinado del comerciante. – No cualquier comprador se atreverá a pasar por fronteras peligrosas, aquello que lo puede matar. —

– Para nosotros los comerciantes, todo se mide en dinero. – Hassim, cuidadosamente, levantó los ojos. – El riesgo, también. —

– Buena respuesta. – Tokhtamysh se rió torcidamente, como si fuera a toser. – Tú nos trajiste cuchillos de acero, flechas con buenas puntas y mallas protectoras desde Damasco. Mamay te pagó generosamente por tu riesgo? —

Hassim pensó cuidadosamente como responder esa pregunta. No era posible alabar a Mamay, pero injuriarlo era peligroso. En los últimos tiempos, Tokhtamysh lo llamaba, más frecuentemente, sabio soldado, capaz de reunificar la Horda dispersa en momentos de disturbios. Para llevar una conversación sobre eso con el poderoso del mundo, había que sopesar cada palabra, no en oro, sino en la propia vida.

– Mamay era justo con los comerciantes. Pero la fama sobre vuestra sabiduría y honestidad, ilustre Kan, son conocidas en todo el Oriente, desde Jerusalem hasta China. – respondió Hassim, inclinando visiblemente la cabeza, en signo de respeto.

– En el linaje del divino Gengis Kan todos son sabios e intrépidos! – Tronó Tokhtamysh y paseó su mirada amenazadora sobre todos los presentes como si alguno se atreviera a dudar de esta verdad.

El Kan se levantó lentamente del gran trono y pensativo se dirigió, por el piso de piedra, a Hassim y confianzudo lo tomó por el codo.

– Yo te tengo un asunto importante, Hassim… Cuando tomamos Moscú, los rusos, desde las paredes del Kremlin, nos lanzaron, varias veces, fuego vivo desde un tubo de hierro. —

Tokhtamysh chasqueó los dedos y dos sirvientes trajeron a la habitación algo largo y cubierto con un tapete. Por lo doblado que venían los sirvientes, se podía juzgar que la carga era pesada. Los hombres colocaron el objeto en la alfombra, le quitaron la cobertura y se alejaron.

Hassim vio un cilindro negro, hecho de hierro grueso. Un grabado rebuscado y fundido adornaba la curiosidad.

Por invitación del kan, Hassim se acercó y determinó que el tubo fue fundido de un solo pedazo de hierro de gran calidad por un maestro artesano y que, no pocas veces, había visto objetos como ese en países lejanos. El adorno no le iba por lo pesado y burdo que era el tubo. Hassim miró el interior por la única abertura que tenía el cilindro y vio lo liso que era por dentro. El otro extremo era más grueso y estaba cerrado. Solo en la punta se veía en la superficie un pequeño agujero redondo.

– Los rusos lo llaman cañón, y en Europa, lo llaman bombarda. – Explicó Tokhtamysh a un perplejo Hassim cuando este se separó del objeto. – Ese cañón se lo trajeron a los rusos los holandeses o los alemanes. Él se dispara con fuego empujando una piedra pesada o una bola de hierro. La bola vuela con tal fuerza que puede destruir una pared gruesa. A mis tropas les dispararon pequeños fragmentos de hierro. Esos fragmentos atravesaban las defensas metálicas de mis tropas como un cuchillo afilado a un trapo.

Tokhtamysh calló, ya sea porque recordaba el sitio de Moscú y sus soldados muertos o porque esperaba la reacción de Hassim. Sus ojos se ensombrecieron.

El comerciante todavía no sabía de qué se trataba todo eso y prefirió callar también. Solo la palma de la mano acariciaba, nerviosamente, su barba bien cortada con un mechón de canas en el medio.

– Mi gente le sacó a esos rusos despreciables el secreto del fuego volador. – Despertó Tokhtamysh. – Para que el cañón dispare, se necesita pólvora. ¿Escuchaste hablar de ella, Hassim? —

– Tuve la ocasión. – respondió el comerciante, el cual empezaba a adivinar a donde iba el kan. – Los marinos en los puertos hablan de todo. —

– Necesito pólvora! – tronó Tokhtamysh, considerando seguramente que el momento para una conversación vacía y mundana, estaba agotado. – Tú trabajaste para Mamay cuando yo guerreaba contra él. ¡Ahora me servirás a mí! Tráeme pólvora, y tú conocerás mi generosidad y gratitud. —

– Gran kan, yo no sé dónde conseguir pólvora. En estos lares no hay, y yo no escuché que la vendieran en los bazares. – Hassim dijo suavemente, escogiendo cuidadosamente las palabras. – Yo creo que ese es un asunto complicado y peligroso. —

– Basta! – Tokhtamysh lo interrumpió con aspereza y, en sus ojos rasgados, brilló la ira. – Hassim, tu eres un comerciante inteligente. Tú resolverás ese problema. Yo necesito mucha pólvora, y mejor todavía, necesito la receta para su preparación. Y eso hay que hacerlo rápido, antes de la llegada de la primavera. —

Tokhtamysh frunció el ceño y se aisló en sus pensamientos, como si hubiera olvidado a su interlocutor. Esta vez Hassim adivinó, fácilmente, sus pensamientos. El kan consideraba la fuerza y las enormes ambiciones de Tamerlan. Las tropas de Tamerlan ya penetraban en los dominios de Tokhtamysh. Robaban, asesinaban, tomaban el ganado y sin ningún tipo de inconveniente salían otra vez.

Estas acometidas servían para probar la capacidad militar de Tokhtamysh. Era evidente que el cruel y codicioso Tamerlan no se limitaría a estos pequeños ataques, y que pronto llevaría sus ejércitos a la capital de la Horda de Oro. El cojo emir ya había acabado con todos sus oponentes en un radio de mil kilómetros alrededor de Samarkanda. Era posible que Tokhtamysh ya supiera, por sus espías exploradores, que era su turno.

Ahora era invierno, que no era el mejor momento para grandes movimientos militares. Por eso el kan daba plazo solo hasta la primavera, cuando en la estepa aparece alimento para los innumerables caballos y camellos de sus tropas. Antes, era poco probable que Tamerlan se moviera hacia Sarai.

Por lo visto Tokhtamysh esperaba que la nueva arma, todavía no conocida en Asia, lo ayudara en la guerra contra Timur. Bueno, él no sería el primero, ni el último que se adhiriera a una esperanza semejante, pensó Hassim.

– Yo trataré de cumplir su orden, gran kan. – Hassim respondió, lo más educadamente posible.

Él sabía que nunca se puede negar algo directamente al kan. Ahora, lo que deseaba Hassim era abandonar, vivo, el palacio y abandonar, lo más rápido posible, el peligroso Sarai. Una promesa no es un juramento, pensó el sabio comerciante. La cumple o no, todo sería voluntad de Alá.

Aparentemente llegó la hora de dejarse de esa peligrosa artesanía: conducir caravanas por tierras donde todo el tiempo guerrean. Favorecer al vencedor, hacerse enemigo del otro. Hay que comprarse una tiendita en las afueras de Samarkanda o de Bukhara y vivir tranquilo, el resto de los años, vendiendo telas, bronces o alfombras.

Pero el calculador Tokhtamysh tenía otros planes.

– Tú tratas como debes hacerlo. – duramente respondió el kan, apartando sus pensamientos. Y enseguida estiró los labios en una sonrisa significativa, y suavemente, inclinándose hacia el comerciante, le preguntó: – Escuché que esta vez viniste con tu hijo. Como es su nombre? —

– Rustam. —

– Buen nombre. – Tokhtamysh caminó algunos pasos y, de repente, se dio vuelta. – He aquí mi decisión: Hasta tu regreso con la mercancía Rustam se quedará conmigo como huésped. – El kan, de nuevo sonrió, y cambió el tono. – ¿Este es tu único hijo, Hassim? Hay que tener más esposas. ¡Y pasar frecuentes noches con ellas! —

Tokhtamysh se carcajeó, y eso le produjo una tos de ruido desagradable. Los cortesanos presentes enseguida acompañaron la risa del gobernante.

CAPITULO 6

Un dibujo del lugar

Al regreso a su casa, el coronel Timofeev se aisló de los demás. La perplejidad no lo abandonaba. ¿Sería posible que él haya viajado en el tiempo? ¡Una locura!

Aunque, por otro lado, él había leído, una vez, que toda una escuadrilla americana había desaparecido de las pantallas de los radares. Cuando regresaron a la base, los pilotos notaron que todos los relojes se habían retrasado treinta minutos, ¡justo el tiempo que se había perdido comunicación con ellos! En esa ocasión, los pilotos no sintieron ni notaron nada. Volaron sobre el océano, y las olas nunca cambian.
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