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Una esquirla en la cabeza

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Un piloto europeo informó, que vio la batalla de Waterloo, con sus propios ojos. ¿Y cuantos aviones y barcos han desaparecido sin dejar huellas? ¿Basta sólo un triángulo de las Bermudas? Quizás ellos también se fueron al pasado y no pudieron retornar.

Las instrucciones dicen qué durante un vuelo, si se observa algo incomprensible o sospechoso, el piloto debe, inmediatamente, reportarlo. Pero algunos años atrás, un piloto joven había comunicado algo similar. Aquellos, quienes lo vieron después del aterrizaje, contaban que el muchacho se veía completamente aturdido. Por orden de arriba, durante mucho tiempo, estuvieron llevando al piloto a diferentes instancias. Después lo enviaron a Moscú, de donde nunca regresó. Decían que le habían dado de baja y lo habían internado en un psiquiátrico.

Vasily Timofeev recordó esa historia y, por eso, en el aeródromo, a nadie dijo nada. Ahora, cuando el choque con lo desconocido quedó atrás, lo carcomía la sensación de curiosidad. Llegó a casa y se puso a dibujar, cuidadosamente, un dibujo esquemático del lugar, donde vio a dos antiguos vagabundos quienes algo escondían.

Aquí, el río con sus meandros, y aquí, el punto.

El coronel tomó un mapa detallado con el escrito a mano “Para uso del servicio”. En ese mapa, a diferencia de los mapas geográficos comunes, todo estaba representado verazmente y sin distorsiones. Tomando en cuenta el tiempo de vuelo de regreso al aeródromo, ese lugar del río debía estar a treinta-cuarenta kilómetros de la ciudad río arriba.

El superpuso su dibujo con el mapa, pero no conseguía una completa coincidencia del dibujo en alguna parte. Vasily cerró los ojos y otra vez recordó todo lo visto. No, no hay errores. Hizo el dibujo exacto, como se lo enseñaron en la escuela de verano.

Pero si en el mapa no hay un lugar semejante, ¿dónde estuvo él?

En la habitación vecina arrancó el llanto infantil. “Ivancito se despertó. Pide la teta” – Vasily Timofeev piensa con ternura, recordando su nuevo calificativo: abuelito. Tras la puerta se escuchan las voces de la hija y de la esposa. Las mujeres se ajetrean con el insistente pequeñín.

En la habitación del coronel entró el yerno Anatoli.

– No lo quiero molestar, pero nuestras damas se pusieron nerviosas. Si me cuelgo del techo, de todos modos, van a decir que no moleste, que me quite de ahí. – se sonrió Anatoli y se acercó al suegro. – Vaya, usted dibuja bien – lo alabó mirando la hoja de papel, donde el coronel, con expresión melancólica, había representado un cofre con dinero, dos personas con palas, y camellos.

– Esto no es un dibujo, Anatoli. Se podría considerar una fotografía. – Dijo Vasily, golpeando el papel con la goma del lápiz. – Mis ojos son como una cámara fotográfica. —

– Y donde vio usted eso? —

El coronel de aviación se quedó pensativo. ¿Contarlo o no? Pero las consideraciones no duraron mucho. En definitiva, pudo más el ardor infantil y, con entusiasmo, le contó al yerno lo que le había sucedido durante el vuelo.

– Entonces, ¡eso es un tesoro? – Anatoli preguntó, asombrado, al suegro señalando con el dedo el cofre dibujado.

– Puede ser. – afirmó el coronel. – Allá vi cántaros y bolsas con monedas.

Anatoli se quedó pensativo. En su niñez leyó muchos libros de aventuras y recordó como había deseado encontrar un verdadero tesoro. Él, al igual que el héroe preferido de su niñez, Tom Sawyer, creía que en alguna parte cerca, había tesoros enterrados y cosas valiosas escondidas. Anatoli hurgaba en sótanos abandonados, golpeaba paredes y con una pala hacía grandes huecos en el bosque. Se inventaba historias improbables, auto convenciéndose de porque el tesoro debía estar justamente en el sitio donde ahora se proponía hacer la búsqueda. El, inclusive, no tomaba en cuenta el hecho de que, la ciudad donde entonces vivía, comenzó a construirse no más de treinta años atrás. El creía qué si no era aquí, ahí cerquita lo esperaba la suerte y él se encontraría con el oro escondido por antiguos malhechores. Siempre quiso tener mucho dinero, pero como resultado de sus largas búsquedas Anatoli solo encontró candados oxidados, pizarras ennegrecidas y algunas monedas soviéticas comunes.

Ahora, de nuevo, se despertaban en él, sus ansias infantiles de búsqueda. Y el deseo de hacerse rico rápido nunca lo abandonó. Justamente por eso el compraba y revendía libros y discos, y este verano se había dedicado a los jeans. En el cuento del suegro, él fue indiferente a los detalles sobre la velocidad, la sobrecarga, a lo que mostraban los instrumentos a bordo, pero se emocionó sobre lo referido de los tesoros vistos.

– Hay que ir allí, ¡a comprobar el lugar! ¡Excavar! – con excitación propuso Anatoli.

– Adonde? No hay tal lugar – Vasily paso la mano sobre el mapa. Al coronel no le preocupaba el tesoro visto, sino, donde estuvo el avión, y porque estuvo ahí.

A Anatoli, por el contrario, lo preocupaba la parte práctica de la historia. No importando lo que a los demás le parecía fácil, cada rublo, ganado en la reventa de libros y discos, él lo obtenía con mucho trabajo. Primero, tenía que saber contactar los conocidos necesarios y gastar en regalos para conseguir los libros raros y escasos; en segundo lugar, tenía que saber cómo mercadearlos, y para eso era necesario mantener un gran círculo de conocidos, todos diferentes, y en tercer lugar, no poner atención a los insultos que le venían de todos lados. Así, ser maestro, médico, piloto o ingeniero era honorable. Pero a los trabajadores como él, la gente le aplicaba adjetivos ofensivos: especulador o revendedor.

Anatoli todavía recordaba muy bien la tensión y el verdadero pánico cuando hacía poco había engañado a un par de traficantes moscovitas con un conjunto de jeans. El pagó solamente la mitad y el resto, prometió entregarlo en Kuybyshev, donde vivían sus padres, después de que el papá salió del ejército.

Él emborrachó al gordo Slava, quien lo acompañó en tren desde Moscú y, en la noche, en una pequeña estación se escapó con la mercancía. De ahí continuó en autobús sabiendo que en las estaciones del tren lo iban a buscar. Aunque los moscovitas no sabían su dirección en Kuybyshev, de todas maneras, las dos semanas que Anatoli pasó con sus padres, fueron de una tensión continua y en espera de un encuentro desagradable. En cada gordo el veía al tonto y disgustado Slava.

Anatoli decidió no vender los jeans en Kuybyshev temiendo que lo fueran a descubrir. Y solo cuando llegó a la ciudad cerrada de Leninsk se tranquilizó. ¡Aquí no lo encontrarían!

¿Y cuál es el resultado de estas peligrosas maquinaciones? Unos cuantos miles de rublos. Ahora, ni siquiera un carro te puedes comprar. Y ahí, donde está enterrado ese tesoro, puede haber oro y cosas valiosas por cientos de miles de rublos.

Ah, si el tuviera ese dinero, ¡estaría hecho!

– Puedo tomar el dibujo? – cómo sin darle importancia preguntó Anatoli.

– Pero no le cuentes a nadie. – Le advirtió el suegro.

– Ok. – asintió Anatoli, pero decidido a no perder la oportunidad de ganar dinero.

Anatoli Kolesnikov buscó en su memoria todos sus conocidos y recordó a la única persona capaz, en su opinión, de resolver la extraña situación.

Él pensó en Tikhon Zakolov.

CAPITULO 7

Reunión en el Instituto

El primero de septiembre había, en las afueras del instituto, una reunión general de estudiantes. Tikhon Zakolov y Alexander Evtushenko llegaron, junto con una multitud de muchachas y muchachos, desde la residencia universitaria. Habían regresado, apenas, el día anterior a la ciudad y como todos los estudiantes, muy entusiasmados, se encontraban con sus compañeros de curso e intercambiaban sus impresiones sobre las vacaciones finalizadas.

El vicerrector felicitó a los nuevos ingresantes y les llamó la atención sobre el significado de los vuelos cósmicos para el progreso general de la humanidad. Él hablaba atropelladamente:

– Los ritmos de aceleración de la velocidad del desarrollo de los vuelos cósmicos han alcanzado escalas nunca vistas. Ahora estamos aquí – y señaló con el dedo hacia abajo – y sobre nosotros vuela una gran estación cósmica, que se compone de tres módulos independientes y con cuatro cosmonautas a bordo! —

Ahora, el dedo del orador apuntaba hacia arriba y muchos voltearon la cabeza hacia el limpio cielo, esperando ser testigos, con sus propios ojos, de las afirmaciones del vicerrector.

– Mira al viejo! Metió la cuarta derivada en el discurso. – Tikhon Zakolov – comentó las palabras del vicerrector, secándose una pequeña cicatriz sobreel labio.

– Qué? – Boris Makhorov no entendió. Boris había llegado de Moscú y otravez le había tocado la misma habitación con Tikhon y Alexander.

– La velocidad es la derivada de primer orden, la aceleración, es la de segundo orden y el ritmo es, prácticamente, la misma velocidad. Como resultado “los ritmos de aceleración de la velocidad” es la derivada de cuarto orden —

Sasha Evtushenko[2 - Nota del traductor: Sasha es el apodo familiar de los llamados Alexander.] explicó las palabras del amigo.

– Ustedes, tipos, ¡otra vez con su teatro! – pero sinceramente admirado Boris, por esa lógica. – También encuentran integrales en las palabras del viejo?

– Pero lógico, – Tikhon respondió impasible. – Las utilizó al principio. ¿Recuerdas? “Ante su juventud se abren cientos de caminos”. Esta es la típica integral indefinida en el tiempo. Donde en calidad de función integrando se utiliza al hombre. Si resolvemos esa integral con parámetros concretos encontramos el destino de una persona. —

– Demasiados coeficientes individuales tiene esa función. – intervino Sasha. – Y la integral debe tener dos por lo menos, de tiempo y de lugar. El lugar, yo lo entiendo como una función compleja del medio y de la época. Aunque no totalmente, déjame pensar… —

Zakolov y Evtushenko se pusieron a desarrollar la teoría matemática de la descripción del destino de una persona. Makhorov, que ya estaba acostumbrado a esa pasión de ellos de formular todo en lenguaje de ciencias exactas sólo sacudió la cabeza y se acercó a su amigo Bonia. Con Bonia se podría discutir un tema más interesante: como cambiaron las chicas durante el verano.

El vicerrector terminó so discurso emotivo e informó acerca de lo que todos sabían. El primero y el último año empezaban las clases hoy mismo. El segundo año, como siempre, va al koljoz a hacer trabajo voluntario. El tercero participa en labores organizativas en la sala de deportes, la cual, por fin, tiene techo. Los koljozes de la zona son campos de arroz, por lo tanto, los estudiantes de segundo año, como se decía normalmente, iban “al arroz”.

Los muchachos, muchos de los cuales no se vieron durante los dos meses de verano se saludaban, se abrazaban, se empujaban y bromeaban.

– Los futuros ingenieros y científicos deben tener tres cosas importantes, – dijo Bonia alegremente – trabajar en un koljoz, en una construcción y en un almacén de verduras y vegetales. Sin esta experiencia el ingeniero soviético resulta incompleto y no puede considerarse un verdadero constructor del comunismo. —

– Como nos han enseñado, – se burló Boris – la intelectualidad es una capa intermedia entre los obreros y los trabajadores del koljoz. En cualquier momento, por orden del partido, nosotros debemos saber despegarnos hacia uno u otro lado y transformarnos en verdaderos trabajadores. —

Tikhon Zakolov y Alexander Evtushenko escucharon eso con aprobación, aunque con una sonrisa triste. Después de las largas vacaciones, ellos preferían regresar al auditorio, escuchar las clases de los profesores, leer los libros y conseguir nuevas metas del intelecto humano. Si hubieran dicho eso en voz alta, se hubieran reído de ellos en su cara. La mayoría de los estudiantes ya estaba dispuesta para el viaje al koljoz, pasar bien el tiempo, parrandear un poco y cuadrarse alguna de las muchachas que estarían lejos de la vista paterna.

Sasha y Tikhon, hasta el último momento, tenían la esperanza de que, este año, por algún milagro, su curso no tuviera que cumplir la tradición soviética de hacer el viaje “a la papa”, “al arroz”, “al algodón”. Pero la vida se mostraba rutinaria, sin alegría y predecible. Para el próximo mes, los parámetros fundamentales de sus vidas eran conocidos.
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