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Una esquirla en la cabeza

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– Que tienen ahí? – preguntó Igor y enterró su mirada en el mapa.

– Igor? – se sorprendió Anatoli completamente.

– Están buscando un tesoro? – Igor bromeó sin doble intención, pero se asombró cuando observó el rubor en las mejillas de Anatoli. El juego de preferans había enseñado a Igor a captar el más mínimo cambio en el rostro de los oponentes.

– Que te pasa Igor? ¿Qué tontería es esa? – Un poco forzadas le salieron las preguntas a Anatoli y trató de quitarle el dibujo a Zakolov.

Pero la poca convicción es sus palabras no pasó desapercibida a Igor.

Tikhon continuó, pensativo, mirando el mapa, no escuchó la conversación, pero no se lo entregaba.

– Sabes? – le dijo, notando que Anatoli quería quitarle el papel. – Déjame quedarme con el dibujo. Yo creo que puedo encontrar el lugar. Creo recordar que Albert Einstein dijo algo sobre los ríos. —

– Einstein? ¿Sobre ríos? – Se extrañó Anatoli. – Pero si él era físico. —

– Ante todo era una persona inteligente. E intervino en diferentes temas. —

– Anatoli, te espero por aquí cerca. – Igor notó que ponía tenso a su amigo y se apartó un poco. – Me ibas a decir algo sobre los jeans. —

– Ajá. – Asintió Anatoli y se apresuró a decirle a Tikhon. – Quédate con el mapa. Yo puedo dibujarlo otra vez. —

– Entonces, tú con Einstein en todo hoy. – se sonrió Sasha.

– Es en serio! – respondió Tikhon.

– Miren, tipos. – susurró Anatoli, mirando de reojo en dirección de Igor. – Que todo quede entre nosotros. El suegro no quisiera que sus palabras corrieran por ahí. Ustedes entienden. —

Los dos muchachos asintieron.

– Anatoli! – Se oyó una alegre voz femenina. – Somos yo é Ivancito. —

Por la calle venía Liuba, la sonriente esposa de Anatoli Kolesnikov, conduciendo un cochecito azul.

– Salimos a pasear y nos llegamos hasta aquí. – la muchacha los alcanzó.

– Caminaron mucho. ¿Para qué? – Parecía que Anatoli no estaba muy contento con el encuentro.

– Queríamos venir donde papito. – Como todas las madres felices, después del nacimiento del bebé, Liuba se refería a “nosotros”, en vez del apropiado “yo”. Para eso, con frecuencia, hablaba como un niño.

Tikhon se quedó mirando el cochecito, a ver si se le ocurría un cumplido para la joven mamá.

Liuba cazó la mirada de Tikhon y bromeando, pero con convicción, dijo: – No, ¡no se los voy a mostrar! ¿A ver si le echan mal de ojo?! —

Un velo mosquitero claro cubría el cochecito y se podía ver que el bebé estaba cubierto con algo muy claro y grandes flores rojas.

– Bella cobija, – notó Tikhon, comprendiendo que la madre no quería que se elogiara al bebé.

– No es una cobija, es un conjunto especial, de Checoslovaquia. – Se reanimó Liuba. – Está de moda. Me lo trajo Anatoli. Nadie lo tiene, solamente Ivancito. Y mira los jeans, – dijo jactándose la muchacha y volteándose para mostrar y palmear la etiqueta de “Montana”.

Se acercaron corriendo las muchachas, compañeras de Liuba y rodearon ruidosamente a la feliz mamá. Estaba claro que el entusiasmo de las amigas de Liuba la hizo venir. Claro, era la primera del curso que paría.

Anatoli se acercó a Igor, quién se sonreía con sorna. Sasha se dirigió a la entrada del instituto. Se había hecho el propósito de ir, hoy, a la biblioteca. Tikhon se fue a la residencia, ya que tenía que prepararse para el camino.

CAPITULO 10

Hassim. Una esquirla en la cabeza

A Hassim le pareció que, cerquita, hubo un relámpago y sonó un trueno. El comerciante fue lanzado al suelo con las manos quemadas por ardientes piedritas. “Si muero, ejecutarán a mi hijo”, pensó Hassim con horror. Ensordecido, se levantó y se miró.

Su cabeza zumbaba. Poco a poco la sordera iba desapareciendo, como si alguien le hubiera llenado los oídos de algodón y después, lentamente, le iba sacando las hebras. Pronto, Hassim distinguió los gritos de la gente y el aullido de los camellos. Dos camellos yacían en el piso y los demás se alejaron corriendo de miedo.

Hassim, por fin, volvió en sí.

– Atrapen a los animales y reúnanlos en un solo lugar! – le ordenó al desconcertado comandante de su guardia, Shaken.

El comerciante se acercó a los camellos caídos. Uno de ellos tenía en el vientre una herida, con tripas afuera, y de donde salían chorros de sangre. Hassim vio como ese estallido extraño había provocado, en un instante, esa horrorosa herida. Los quejidos del joven y fuerte camello se iban haciendo más y más silenciosos.

El segundo camello que yacía era una camella. Hassim reconoció en ella a la vieja y fiel Shikha. Con ella ya había recorrido miles de kilómetros durante muchos años.

Shikha yacía callada, con los ojos cerrados. A primera vista su cuerpo no parecía lastimado, pero enseguida notó una esquirla grande del “dragoncito”, incrustada en su cabeza. De repente Shikha abrió sus párpados arrugados y miró a Hassim directamente a los ojos. Su labio superior se movió como si la camella quisiera decir algo, después de eso su mirada se apagó y sus grandes ojos se cerraron. Hassim se agachó hacia la bestia amiga.

Shikha no respiraba.

Entonces se acercó Shao, preocupado, explicándole a Hassim que él no era culpable de nada, que el “dragoncito” había que lanzarlo lejos. El “dragoncito” está diseñado para destruir enemigos. Hassim comprendió que, en lo que sucedió, él tenía parte de culpa.

Poco a poco, los asustados sirvientes reunieron a los camellos dispersos. Estos continuaban quejándose, pero en tono más bajo, y miraban de reojo, con ojos asustados a sus compañeros caídos. El olor de la pólvora, el vientre destrozado y la sangre caliente hacían mover, nerviosamente, sus fosas nasales.

Como compensación por las pérdidas que tuvo, Shao le regaló a Hassim ocho “dragoncitos”. Hassim ordenó picar el camello joven muerto para carne, y rápido, para regresar enseguida. Ya se habían reunido muchos curiosos por la barahúnda formada.

Hassim no pudo dominar la tristeza por su vieja y fiel camella. Con dolor miró el cuerpo de su querida camella, que ya no respiraba, y que tenía marcado el desgaste producido en su barriga por los pies de tantos jinetes y le pidió a Shao que la enterrara.

Partieron rápido contorneando Dunhuang. Ya era noche cerrada y ya se habían alejado una distancia considerable de la ciudad cuando Hassim ordenó la parada para descansar. El preocupado comerciante soñó toda la noche con la última y aguda mirada de Shikha. En su larga vida nómada el pasó más tiempo junto a ella que con su hijo de diecisiete años.

Cierto, recordaba Hassim, ya Shikha estaba con el antes del nacimiento de Rustam. ¿De dónde llegó a su caravana? Eso no podía recordarlo.

Muy temprano en la mañana Hassim fue despertado por los gritos de un sirviente asustado.

– Señor! ¡Mire quien llegó! —

Hassim, como todos, dormía a cielo abierto en una estera de fieltro. Arropado con una cobija caliente de piel de camello, infaltable en sus recorridos caravaneros, se levantó rápido y vio una camella parada a su lado.

¡Ahí estaba Shikha, la camella que había muerto el día anterior!

¿Que era esto? ¿Una continuación del sueño? Hassim se estremeció y miró hacia los lados. Del cobertor que tenía al lado salía olor a carne de camello. Si, esto es real. En los sueños no hay olores.

La camella había cambiado. Ahora su mirada era pensativa y penetrante. Veía el mundo con ojos cansados y todo como un ser entendido. Pero, sobre todo, en su fisionomía se destacaban las jorobas totalmente blancas. Literalmente se encanecieron. Hassim nunca había visto el pelo de los camellos ponerse tan blanco, como las nieves perpetuas en las altas montañas.

Cabalgando la camella estaba Shao. Shaken estaba cerca, miraba con desconfianza al chino y, por si acaso, tenía la mano en la empuñadura del sable. Él no quería que sucediera algo parecido a lo del día anterior.
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